
Loco debía estar yo por pensar que la mujer de la banca trasera me miraba. No recordaba su nombre, y de haberlo oído seguramente habría sido solo uno más de la lista inexpresiva del profesor. Era una de esas clases en las que todos entrábamos enmascarados con un porte de soberbia y una vida atorada en la garganta.
Discutíamos las ramas del marxismo y la voracidad del sistema social del mundo occidental. Pocos teníamos idea de lo que es la carencia, y escuchábamos la cátedra de la profesora desde nuestra barrera de comodidad y desprecio. Sus comentarios vivaces y su risa estertórea me movieron a voltear a verla. Un rostro fino, de raíces indígenas y de sol otoñal detuvieron mis ojos. Una sonrisa franca me abrió las puertas y de ahí todo a mi alrededor se volvió difuso, solo su persona se mantenía clara, nítida.
Salimos del salón y no recuerdo qué excusa encontramos para charlar un poco, creo que fue un cigarrillo. ¿Blancos? -me dijo-, y yo acepté uno aunque trajera mis rojos favoritos en la bolsa del pantalón. Ya estando en completo dominio de su atención no pude hacer más que seguir las breves conversaciones que emanaban de su boca. El tabaco se terminó al borde de nuestros dedos y con él nuestro primer acercamiento. Desde ese momento en adelante ya siempre advertía su presencia en cualquier lugar.
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